El valor de la ética cívica, la honestidad política y la moralidad del pensamiento

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Xoán Hermida

Fue Antonio Gramsci el primer autor en poner en cuestión la lógica clásica ‘primum vivere, deinde philosophare’. Obviamente, al hacerlo no cuestionaba la importancia que tenía cubrir las necesidades materiales como punto de partida para abordar las demás, sino que se trataba de una declaración de principios de un pensador, difícilmente encuadrable, que no quería disociar las urgencias materiales de las importancias espirituales; que interpretaba la filosofía como un elemento presente en todos los seres humanos; y en el que el papel intelectual tiene que ver con la mirada que cada individuo, en particular, y la sociedad, en general, construyen de la realidad. 

Una acción política en la que ‘todos’ somos filósofos y en la que la filosofía deja de ser un espacio reservado para personas con pensamiento elevado, para destruir, así, “el prejuicio de que la filosofía es algo muy difícil por el hecho de que es una actividad propia de una determinada categoría de científicos, de los filósofos profesionales o sistemáticos”.

Por eso, el concepto de la filosofía para Gramsci no es, por ser popular, una vulgarización sino todo lo contrario. La filosofía de los intelectuales, que ha dado lugar a la historia de la filosofía, “en el plano individual se puede considerar como la ‘punta’ del progreso del sentido común, por lo menos del sentido común de los estratos más cultos de la sociedad, y a través de éstos, también del sentido común popular.”   

Entre los tres niveles de pensamiento - religión, sentido común, filosofía – presentes, Gramsci apela al deber de los ‘intelectuales’ tener una actitud crítica en la contienda que se libra en la superestructura para que se imponga el ‘buen sentido’.

Entre los siglos XV y XIX, en nuestro contexto occidental - único contexto que tiene adquirido los elementos clave para ser universalizable – se dio una profunda contienda a todos los niveles – económico, social, político y cultural – entre una sociedad que entraba en la mayoría de edad y un mundo prisionero de dogmas que se asentaban en la esfera de la religión.

En esa dinámica liberadora, impulsada fundamentalmente por nuevos sectores sociales del primer capitalismo, tuvo un papel importante el valor de la acción investigadora y de la reflexión filosófica de importantes pensadores.

El debate entre el mundo de las tinieblas y el de la luz, se centraba fundamentalmente en tres campos: el de la ciencia, el de la política y el de la ética.

En el campo de la ciencia, el racionalismo continental y, sobre todo, el empirismo anglosajón, determinaron la supremacía de esta sobre los principios teológicos. En la física o en la química, en la biología o en la medicina, en la astrología o en la geología, los avances en las investigaciones dieron paso a un nuevo estadio que sirvió a la humanidad para mejorar su conocimiento de la realidad y mejorar los estándares de desarrollo.

En el campo de la política la sociedad acordó nuevas formas de entender la relación entre el gobernante y el gobernado y abrió un nuevo tiempo de subordinación del poder a la nación. El contrato social en sus diferentes propuestas - Hobbes, Locke o Rousseau - asentó el ideal del deber de los funcionarios de rendir cuentas al pueblo. El liberalismo, acompasado por el laicismo, separo definitivamente el mundo terrenal del espiritual recuperando para siempre el principio formulado por Jesucristo de “al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”. Desde entonces – a excepción de la edad media en la que viven los habitantes de los regímenes teocráticos musulmanes – el mundo se rige por decisiones tomadas sin interferencia política de las diferentes confesiones.

En el campo de la ética, la emancipación de la moral de la tutela de la religión permitió la construcción de concepciones valorativas (valores) y de normativas morales (normas) pensadas sobre el principio de ‘imperativos categóricos’ (Inmanuel Kant) aceptados por todos los individuos, al margen de sus creencias, y universalizables, al margen de sus espacialidades culturales.

Pero si en el campo de la ciencia y de la política, el triunfo de la razón sobre la religión ha significado la apertura de múltiples potencialidades, en el campo de la moral y la ética este ha estado contaminado por la banalización del lucro, el surgimiento de las ideologías totalizantes y la crisis de los grandes ideales.

El ideal de una nueva moralidad sustentada sobre una ética humanista del liberalismo político ha tenido que competir, desde el primer momento, con un individualismo nihilista donde el bien común era orillado en favor de los ‘valores’ del egoísmo y la competitividad extrema.

A continuación, las respuestas surgidas para frenar las desigualdades, propias de esta deriva, y que se formularon como solución a los límites del liberalismo - fascismo y comunismo -, se comprobaron como modelos totalitarios y genocidas, cuya propuesta ética tenía que ver con la construcción de una selección humana - un hombre de nuevo tipo basado en un supremacismo racial o moral -.

El fracaso y la desaparición de esas dos locuras colectivas del siglo XX ha dado paso a un capitalismo especulativo, a un consumismo compulsivo y a un narcisismo exhibicionista bajo los que han quedado sepultados los grandes ideales.

Y en ese contexto, de falta de asideros firmes, la desaparición de Dios en nuestras sociedades lejos de resolver el problema ético de la construcción de una moral universal y humanista, lo ha complicado. La ética cívica tiene, por fuerza que ser laica y sustentarse en los principios de los valores democráticos y los derechos humanos, pero la idea de Dios como concepto moral, más allá del cuerpo doctrinal religioso es de una fuerza tan potente que no nos podemos permitir el lujo de eliminarla de nuestras vidas, sin más - incluso para los que somos ateos por convicción -.

La idea del amor desinteresado y universal (ágape) del primer cristianismo es una fuerza poderosa hoy arrinconada.

Es imposible construir una sociedad justa que deje de lado el amor. La tradición de nuestro pensamiento sitúa la construcción de la afectividad alrededor de la amistad (la philia aristotélica) y el amor (el eros platónico). Ambas tienen en común su construcción a través del conocimiento directo de la(s) persona(s) con las que asientas una relación emocional.

Uno elige a sus amigos y a sus amores e, indistintamente del modelo de relación diferente en ambos casos, se supone que existe una coincidencia de valores y visiones (no necesariamente un pensamiento idéntico), una comunidad de intereses y perspectivas, y, sobre todo, una percepción de protección y entrega. El amor es el cimiento de una sociedad luminosa, tu entorno es como el puerto seguro que todo el mundo necesita como refugio, es la auténtica patria de las virtudes, y es, en contados casos maravillosos, “la enfermedad provocada por el otro” (Hipócrates).

No existe salvación individual ni social sin amor. Sin amor solo hay cinismo.

Vivimos en una sociedad cínica, que se desliza por la pendiente de la hipocresía y la cobardía ante el pánico de ser aislado (canceling) por los 'tuyos'.

No es nuevo. Lavrenti Beria y Joseph Goebbels lo llevaron a su máximo refinamiento. Entre los once principios rectores de la política de comunicación de Goebbels para distorsionar la realidad, la vulgarización y simplificación de mensajes con ser importantes, el más peligroso es el principio de la unanimidad. Llegar a convencer a la gente que se piensa “como todo el mundo”, creando impresión de unanimidad. Esto apela al carácter gregario del individuo, al miedo al rechazo, a la insoportable idea de sentirse fuera de todo grupo, al pánico al aislamiento social.

Hoy se ponen en marcha campañas, con gran impacto en redes sociales, que tienen la capacidad de destruir la reputación y la dignidad de cualquier individuo en pocas horas. Por el contrario, la lógica de la justicia, restaurativa o punitiva, es más lenta, necesita de mecanismos de investigación, de ponderación e de reflexión. Entre esos dos ritmos, se asienta una primera ‘realidad’, construida desde la lógica del linchamiento, imposible de sustituir a posteriori.  

La lógica fanática, que siempre opera en estos casos, es la de la reafirmación. En caso de que el estamento judicial te quite la razón, es obvio que eras culpable. En caso de que el estamento judicial te dé la razón, es obvio que es porque este es burgués, fascista o patriarcal. La ‘justicia’, con mayúsculas, siempre va a estar del lado de los que caminan, iluminados por la verdad, por la senda del ‘nuevo mundo’.

Un ‘nuevo mundo’, ideado por los fanáticos, que no necesita del amor, sino de valores superiores. El totalitarismo nazi concretaba esa superioridad en una variante étnica, alimentada durante siglos por el antisemitismo. El totalitarismo leninista lo concretaba en la superioridad moral del Partido y en la construcción del Hombre Nuevo, despojado de sus prejuicios burgueses.

Las campañas populistas de linchamiento impulsado por estos nuevos guardianes de la moral revolucionaria, a diferencia de las hordas del fanatismo pasado suman a su moralidad una dosis de puritanismo social y un sumidero de mierda en las redes sociales, y por ello no se puede aceptar como progresista la lógica de estos nuevos comités de salud pública.

Y no nos dejemos confundir. No se trata de condenar campañas de boicot, no siempre efectivas, pero a veces necesarias. Las campañas de boicot se producen en el marco de determinados grupos, colectivos o empresas por sus comportamientos contrarios al bien común. No persiguen la suspensión cívica de las personas ni su ostracismo social. En el lado contrario, se comienza impidiendo hablar al señalado, se le quitan sus derechos ciudadanos, se le envía al exilio o al confinamiento y se le acaba quitando la nacionalidad.

El cinismo se convierte así en un problema, en primera instancia, de antihumanismo. No puedo confiar en mis amigos o mis amores, no son de fiar. Debo aceptar como verdad incuestionable aquella que se deriva de la pertenencia a un grupo, clase o género. Cuestionar esa verdad es desconfiar de ese futuro luminoso y como rémora de la historia debes ser aislado socialmente.

Alguien puede formular, llegado este momento, ¿por qué la confianza en el amor o en el amigo es humanista?; y, por el contrario, ¿la confianza en un colectivo o grupo nos deshumaniza?

Uno confía en el amigo o en el amor porque lo elige. Tiene experiencias vividas, comparte afinidades, valores, principios, confianzas mutuas. No es algo abstracto, es algo real. Se construye sobre la vida, no sobre la ideología.

No es, aunque lo pueda parecer, un vínculo corporativo, porque no se construye sobre más realidad que el mutuo acuerdo y la conexión emocional. Lo corporativo, lo deshumanizante, es confiar en un ente abstracto, edificado sobre un constructor de afinidad a objetivos históricos.

El primer paso hacia al cinismo es la desconfianza. “Yo no pongo la mano en el fuego por nadie”. Vamos a aceptar que el amigo te puede defraudar y que el amor te puede traicionar. Vamos a convenir que el amigo puede no ser lo que crees y que el amor no es como tú lo tenías idealizado. Nadie te puede asegurar que la mano no te la quemes, apostando por la amistad. Nadie te puede asegurar que el corazón no quede herido por una ruptura de un amor.

Pero si apostáramos a seguro, si nunca amáramos porque pueda venir una decepción, no existiría el amor, ni tampoco la vida. Estaríamos ya en la antesala del cinismo. Tendríamos la mano intacta y el corazón de piedra.

Prefiero poner la mano por personas que conozco y me parecen honestas, a riesgo de quemármela que aceptar estas nuevas inquisiciones. En la cima, del horror y la locura, del siglo XX se dieron demasiados ejemplos de personas inocentes que cuando iban a ser purgadas, en su desesperación social y alienación, pedían perdón por algo que no habían hecho.

El cinismo es la muerte del amor y de la vida, y lleva irremediablemente a la hipocresía, jugar a la ambigüedad aun cuando se considere que se vulneran los derechos y la verdad. Y por último lleva a la cobardía. A la individual que nos constriñe como individuos. A la colectiva que nos incapacita como ciudadanos. Detrás de la hipocresía desaparece la democracia. Detrás de la cobardía desaparece el republicanismo cívico.

Llegados a este punto, y volviendo al principio, ¿dónde están los intelectuales y pensadores que son, por derecho propio u otorgado, referentes morales para la sociedad? Creo que, salvo casos excepcionales, no están ni se les espera.

 

-     ¿Suspensión de la conciencia?.- La autocensura se convierte en el primer mecanismo de defensa. Es legítimo. Al fin y al cabo, cada uno elige las batallas que quiere dar y como darlas; pero el silencio no debería convertirse en una suspensión programada de la conciencia. No debiéramos olvidar que, a diferencia de la censura ejercida desde el poder, esta censura autoimpuesta se acepta desde la indignidad del miedo y la otra se intenta esquivar desde la dignidad de la voluntad.

-     ¿Intelectualidad orgánica?.- La complacencia al servicio de un grupo se convierte en el segundo mecanismo de defensa. El pensamiento pierde la independencia necesaria para asegurar su carácter crítico. El pensador se convierte en un comunicador al servicio de los intereses grupales.

No se trata de que el ‘intelectual’ no tenga posición política, sino que no la arrastre al servicio partidista. Las doctrinas constitucionales aseguran de profesionales imprescindibles en los equilibrios del Estado, como militares o jueces, una neutralidad clara y, a no ser que soliciten una excedencia, la no participación en los procesos partidarios y electorales. Obviamente en el caso del intelectual no se le puede ni debe poner este tipo de restricciones, pero por atención a su papel de referencia moral cara a la sociedad, deberían advertir a la misma cuando está ejerciendo su función o cuando simplemente está a hacer apología de un grupo.

El pensamiento elevado, la referencia moral, la honestidad intelectual, presupone personas siempre en tránsito; libres de asideros cómodos, con muy pocas certezas sólidas y un sin fin de dudas. Sabiendo como única verdad absoluta, la más inquietante, que al final del camino no espera la sabiduría sino aún más incertezas.