Contra una cierta tradición antisemita

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illamento

 

Xoán Hermida

Con total seguridad que en pleno siglo XXI vivimos en tiempos de identidades múltiples y debería ser normal que los espacios políticos estatales (o supraestatales) se fueran construyendo sobre esa realidad, abandonando la idea de naciones étnicas o mono lingüísticas.

Pero la realidad, a día de hoy, casi nunca es así.

Mucho se habla del ideal europeísta como un elemento clave para eliminar la tradición nacionalista en el continente y evitar una nueva guerra imperialista, tras la II Guerra Mundial; pero siendo la CEE, y posteriormente la UE, un factor de estabilidad y progreso indudable, no es menos cierto que la paz del último medio siglo tuvo como eje central la etnicidad nacional intrafronteriza.

Después de la II Guerra Mundial las potencias vencedoras querían impedir nuevos conflictos interiores con minorías nacionales que supusieran una punta de lanza para nuevas aventuras expansionistas, para ello redistribuyeron poblaciones, forzados sobre grandes movimientos migratorios, que aseguraran estados monolíticos culturalmente.

 

La experiencia yugoslava de estado multiétnico y multi-confesional, sobre bases constitucionales federativas creativas – incluido el derecho (nominal) de la autodeterminación -, no sirvió para impedir una re-balcanización del país, el inicio de procesos de limpieza étnica violenta y la primera guerra en suelo europeo en medio siglo.

En los últimos años, la incorporación de minorías culturales y étnicas en los países europeos fruto de la inmigración de ciudadanos extracomunitarios no ha construido sociedades multiculturales armoniosas sino sociedades multiracistas des-cohesionadas.

En la Europa de posguerra, que necesitaba reconstruir espacios de identidad univoca, los supervivientes del holocausto no eran bien recibidos en ninguno de los Estados a reconstruir después de la guerra. Por otro lado, Gran Bretaña tenía urgencia por dar una solución rápida a su protectorado palestino donde las tensiones entre árabes y judíos iban en ascenso.

Que fantástico sería haber resuelto la descolonización creando un estado democrático, laico y pluricultural de árabes y judíos, pero las condiciones reales no ofrecían esa posibilidad. Así que puestos a dar una solución la ONU aceptó la propuesta conjunta soviética y norteamericana - muy poco frecuente - de creación de dos estados en el territorio de Palestina.

La resolución 181 aprobada en Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947 contó con un amplio respaldo, de todas las democracias, salvo Gran Bretaña a la espera del fin de su mandato en la zona, y del bloque soviético. Con la aceptación de los judíos, necesitados de esperanza después del trauma del holocausto. Por el contrario, los palestinos no la aceptaron y los países musulmanes encontraron en la posibilidad del establecimiento de un estado judío un motivo para la guerra, con la excusa de su apoyo a la causa palestina.

El 15 de mayo de 1948 los británicos se retiran y dan por concluido su ‘mandato’ en la región. Ese mismo día se proclama el Estado de Israel en las zonas señaladas por la ONU. Escasamente cuarenta y ocho horas después, sin apenas margen para las celebraciones, cinco países árabes -Egipto, Siria, Jordania, Iraq y Líbano - iniciaban un ataque conjunto contra el recién nacido Estado de Israel que no ha tenido tregua en sus más de 70 años de existencia.

La historia posterior ya la conocemos. Tensiones permanentes salpicados por periodos de guerra. Múltiples resoluciones de la ONU, algunas de carácter declarativo y otras de obligado cumplimiento, en algunos casos contradictorias entre sí en función de los avatares de la geopolítica, e incumplimiento por ambas partes en distintas ocasiones. Terrorismo palestino con aviones, olimpiadas o poblaciones. Excesos de Israel alegando el principio su legítima defensa. Violación de derechos humanos por ambas partes. Etc.

A la hora de abordar un problema tan complejo y con tantas variables deberíamos intentar escapar de dos tentaciones igual de lógicas como inapropiadas. La primera, la lógica de ‘quien empezó primero’, porque no habría consenso en donde situar el inicio del conflicto y en su interpretación desigual cada parte encontraría un punto originario distinto favorable a sus argumentos. La segunda tendencia es el maniqueísmo, pensando que en un conflicto de estas características hay un bando bueno y un bando malo. Esto no significa no tener una posición contemporánea sobre el conflicto.

En todo caso, deberíamos arrojar luz sobre una serie de ‘verdades absolutas’ que habitualmente se dan por correctas en el conflicto, y no lo son tanto.

(a) Primera imprecisión: La “existencia de un supuesto Estado palestino antes de 1948 y que poco a poco ha visto reducido su territorio con el expansionismo judío”. Lo primero que habría que aclarar es que ‘Palestina’ es un concepto geográfico como puede ser la península ibérica o los Balcanes, y no por ello existe, a día de hoy, un pueblo ibero o un pueblo balcánico. En la región de Palestina han convivido a lo largo de los siglos, con muchas dificultades y no pocas guerras, diversas etnias de orígenes diversos, fundamentalmente árabes y judíos, en la mayor parte colonizados por imperios exteriores. El último, el imperio otomano que dominó la zona entre 1517 y 1917. Con apoyo británico, en 1917, los árabes expulsaron a los turcos con la promesa de la descolonización después de la I guerra mundial. El protectorado británico se extendería hasta finalizada la II guerra mundial. En la zona han existido diversos reinos históricos árabes y judíos (incluso en este último caso, llegando a convivir dos: Israel y Judea) pero la mayor parte del tiempo ha existido una dominación exterior.

Lo más cercano a un estado que han tenido los filisteos (árabes palestinos) ha sido la Autoridad Nacional Palestina, como entidad administrativa autónoma del Estado de Israel de “carácter transitorio” cara a un estado árabe palestino (la ONU concedió a Palestina la condición de “Estado observador no miembro” el 29 de noviembre de 2012 por medio de la Resolución 67/19).

(b) Segunda imprecisión: La “existencia de un pueblo palestino milenario asentado en la zona y unos judíos errantes trasladados allí por las potencias occidentales”. Deberíamos, antes de nada, ser capaces de separar ‘sionismo’, como ideología nacionalista, de ‘semitismo’, como denominación étnica de las diversas tribus judías.

El pueblo judío, ancla sus raíces, documentadas en múltiples registros, - incluidas las sagradas escrituras – en la región de Palestina. Tienen, por lo tanto, la misma ‘legitimidad’ histórica que los árabes palestinos.

Los diversos avatares, su historia de persecución, han ido creando una diáspora enorme por el mundo, y en particular en Europa. Su capacidad analítica e intelectual ha sido central para que en muchos lugares fueran fundamentales, tras la edad media, en impulsar el primer capitalismo mercantil, manejar las finanzas y ser personas destacadas en las ciencias y las letras.

Cometeríamos un gran error si pensáramos que la persecución nazi fue una excepción en su paso por Europa. Sería suficiente con conocer un poco la historia de Europa para saber que pronto fueron el chivo expiatorio ante las crisis económicas y políticas. Las sucesivas expulsiones de diversos países europeos - Inglaterra en 1290, Francia en 1306, Castilla y Aragón en 1492, Portugal en 1496, … -, o el simbólico ‘asunto Dreyfus’ que conmocionó Francia y dio lugar a uno de los episodios más nobles del periodismo (J’accuse …! De Émile Zola) son solo antecedentes del desborde de locura colectiva de la Alemania de los años 30 del siglo pasado (por cierto, se cree con bastante objetividad que tras la “solución final” de liquidación de los judíos estaba o muftí de Jerusalén, Amin Al-Husayni, conocido por su apoyo a las milicias bosnias pro-nazis, la matanza de la Universidad de Hebrón de 1929 y su apología antisemita hasta su muerte en 1974).

(c) Tercera imprecisión: “el carácter agresivo de Israel y su estado de apartheid”. En 1975, en plena dinámica de la Guerra Fría, la Asamblea General de la ONU adoptó la resolución 3379, de carácter declarativo y no vinculante, que asociaba al sionismo con el racismo y con el apartheid sudafricano entendiéndolo como una forma de discriminación racial (dicha resolución se anuló en 1991, con la aprobación de la resolución 4886, como condición de Israel para participar en la Conferencia de Paz de Madrid).

La idea de un estado de ‘apartheid’ en Israel comparable con el existente durante décadas en Sudáfrica no tiene sustento de análisis político comparado alguno. Sudáfrica era una dictadura fascista, mientras que Israel era y es una democracia liberal – la única que se pueda definir con ese nombre en la región -. Por otro lado, el estado sudafricano negaba los derechos políticos por razones de raza a un sector mayoritario de la población, mientras que, en Israel, la minoría árabe tiene todos sus derechos políticos en vigor, tiene partidos políticos propios e, incluso, tienen conformado parte de mayorías parlamentarias, y el ultimo interregno entre ‘Netanyahu’ y ‘Netanyahu’ han participado del gobierno de Israel con diversos ministerios.

El nacionalismo judío, el sionismo, no tiene un origen y una evolución diferente a otros nacionalismos. Surgido, como tantos otros, en la segunda mitad de siglo XIX se ha basado en volver a construir el Estado de David con el retorno de la diáspora judía en el mundo.

Ha tenido diferentes etapas, asentamientos sobre compras de tierra a finales del siglo XIX e inicios del XX, terrorismo contra la ocupación británica entre las dos guerras, hitos culturales como la creación de la Universidad Hebrea de Jerusalén en pleno momento colonial (1918), etc.

Como cualquier nacionalismo ha tenido su momento liberador (anticolonial) y su momento expansionista (imperialista). Y por supuesto, dos almas. Una de tradición nacional, socialdemócrata y pacifista (sionismo laborista). La otra de tradición nacionalista, conservadora y belicista (sionismo revisionista). Hoy gobiernan los herederos del sionismo revisionista pero lo que es el Estado de Israel es fruto de la hegemonía de décadas de los primeros. Los primer ministros David Ben-Gurión y Golda Meir son de esa tradición; Manajem Beguin y Benjamín Netanyahu de la segunda tradición.

Los acontecimientos del hundimiento del buque Altalena en junio de 1948 supusieron el triunfo de las milicias Haganá, ligadas al laborismo y transformadas en el núcleo del futuro ejército israelí, sobre las milicias Irgún, de tácticas terroristas y ligadas a los sectores más fundamentalistas.

Tras ese triunfo el Estado Israelí nació no solo como un estado democrático liberal sino con un componente de socialismo autogestionario que durante años fue destino de muchos socialistas (el propio Toni Negri tiene explicado que él se hizo comunista gracias a la experiencia vivida en los kibutz judíos– en imitación de los koljóvs soviéticos -).

(d) Cuarta imprecisión: “existe una desigualdad armamentística entre un pueblo palestino que se defiende a pedradas con uno de los mejores ejércitos del mundo” Es cierto que Israel cuenta con uno de los ejércitos del mundo mejor equipados del mundo, así como mantiene la obligatoriedad de participar en el ejercito de toda la población. Pero no debemos perder de vista que no siempre fue así y que ese ejército no se creó contra el ‘enemigo’ palestino sino más bien por el proceso de aislamiento que en todo momento, desde su nacimiento, ha tenido con la práctica totalidad de los países árabes que su política exterior tiene como principio el no reconocimiento del Estado de Israel y la solución ‘amistosa’ de “echar a los judíos al mar”.

Con el tiempo esa situación ha empezado a cambiar. Egipto y Jordania fueron los primeros países árabes en reconocer y abrir relaciones diplomáticas con el Estado de Israel. A raíz de los acuerdos de Abraham del 15 de septiembre de 2020 han seguido sus pasos Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Sudán y Marruecos. En las próximas semanas Arabia Saudí iba a firmar también dicho reconocimiento. Esto significaría un cambio de paradigma radical y un salto en la pacificación de la región. Del aislamiento israelí se pasaría a un aislamiento iraní con sus terminales – Siria, Hezbollah o Hamas -. Obviamente a nadie se le puede escapar que los atentados recientes de Hamas cortocircuitan ese camino.

Deberíamos aparcar los siglos de cultura antisemita aprendida (se acuerdan del ‘complot judeo-masónico’ de Franco) para tener una mirada objetiva sobre el conflicto.

En la práctica, más allá del recurso del bloqueo en Gaza y Cisjordania, existen gobiernos autónomos que gestionan, o deberían gestionar, la vida de sus ciudadanos durante ya dos décadas. Gobiernos que, a los diversos bloqueos, han contrapuesto miles de millones de ayuda en cooperación al desarrollo. Dos gobiernos autónomos con competencias plenas en todas las políticas, salvo exterior y militar. Dos gobiernos que por integrismo (Hamas) o corrupción (OLP) han priorizado en otros temas, en lugar del bien común de sus ciudadanos. Dos gobiernos que las últimas elecciones democráticas que han convocado fue en 2004 (hace casi dos décadas). Y que de todo eso no tiene ninguna culpa Israel.

Deberíamos condenar sin ambages los excesos que el gobierno de Israel lleva, y tiene llevado, a cabo, en Cisjordania y Gaza; pero si se pretende tener una cierta autoridad moral en esa condena no deberíamos tener una visión sesgada del conflicto u ocultar las atrocidades que se cometen en la región.

Se echa en falta del activismo progresista occidental, siempre crítico, la denuncia de las masacres que Bashar al-Àsad, con la colaboración rusa, ha llevado adelante en Siria con más de 400.000 muertos civiles reconocidos por las organizaciones internacionales.

De igual manera esa misma voz crítica sobre el otro conflicto sangriento surgido también del fracaso de la primavera árabe en Yemen. Se calcula que a finales de 2021 más de 377.000 yemeníes habían perdido la vida por culpa de los combates o de la crisis humanitaria.

Se echa de menos el apoyo de la izquierda, otra hora activa, al pueblo kurdo que sufre una persecución en varios estados, y que solo en la zona turca contabiliza 37.000 personas muertas desde 1984.

Se echa de menos la presencia de Armenia, tantas veces masacrada, primero por turcos y ahora por azerbaiyanos; en el imaginario martirologio humanitario.

Aún se espera, desde hace tres décadas, la condena de los 60.000 muertos exterminados por los rusos en Chechenia.

Y por supuesto, se echa en falta la voz del ‘feminismo’ para defender a las mujeres, víctimas   transfronterizas de los regímenes teocráticos islamistas, desde Irán hasta Gaza.

Hace unos días un comentarista se sorprendía por la posición de Zelenski de apoyo a Israel. Más allá de los lógicos intereses tácticos, cuesta entender que una parte de occidente siga sin entender que la batalla por la democracia se está jugando en diferentes frentes conectados. Y que de su resultado depende nuestro futuro.

Existe una larga tradición de una parte de la izquierda occidental y de la intelectualidad de ponerse siempre del lado de regímenes totalitarios en los que, sencillamente, por sus hábitos de vida no sobrevivirían ni unos días.

Es obligatorio que ambas partes del conflicto cumplan con las convenciones de derechos humanos en la guerra, se hace necesario que vuelvan las partes a la mesa de negociación y que paren las armas, pero sabiendo que nuestro imaginario es más de David que de Goliat.