El ‘golpe de estado’ contra Biden y el segundo triunfo de Trump

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Xoán Hermida

El triunfo de Donald Trump en las pasadas elecciones presidenciales era predecible mucho antes del ‘golpe de estado’ con el que el staff demócrata derrocó a Joe Biden. Aunque también es verdad que, a la vista de los resultados, donde la candidata demócrata a la presidencia obtuvo en muchos Estados menos votos que los candidatos de su partido al Senado, bien podríamos decir que la operación fue todo un ‘éxito’.

El titular de la noticia de las presidenciales USA, bien podría ser, los republicanos (algo así como la derecha en términos europeos) ganan hasta con Trump. Lo que nos lleva a la conclusión de que los demócratas (algo así como la izquierda en términos europeos) está empeñada en resucitar a los muertos y que, tal como han sido las reacciones en este caso, todo parece indicar que la cosa no tiene remedio (para la izquierda).

El Partido Demócrata en particular, y la izquierda global en general, hace tiempo que tienen un problema de reubicación en el nuevo tiempo.

El triunfo de Donald Trump no es fruto de una coyuntura, ni todo se puede achacar a la anti-política o a que los electores americanos se hayan dejado seducir en masa por el tono grosero y populista del nuevo presidente.

Es verdad que hace cuatro años, contra todo pronóstico, la victoria demócrata abrió la posibilidad de hacer bajar las aguas del populismo, ganar un tiempo fundamental para cerrar las heridas de una sociedad dividida y enterrar el trumpismo; pero la realidad es que había demasiados intereses en que no fuera así.

En las elecciones del 2020 nadie confiaba en vencer a Trump. Tanto es así que el
Clan Obama pensó que no era su momento, que no podía permitirse quemar antes de tiempo la figura emergente de Michelle Obama como cuatro años antes se había quemado la figura de Hilary Clinton. Mejor, pensaron, esperar otros cuatro años para una vez ya sin Trump hacer un paseo triunfal ante un candidato republicano menor.

Así que Joe Biden tuvo su momento. En el partido demócrata pensaron que era un candidato lustroso de tránsito para perder. Pero el eterno aspirante demostró ser un candidato rocoso, acertó en el discurso que necesitaba escuchar la mayoría de la sociedad americana y su perfil centrado atrajo al sector moderado del votante conservador.

Ganó, contra todo pronóstico, y desde el minuto cero una parte de su partido se encargó de señalarle sus límites. Le impusieron una vicepresidenta de bajo perfil que llegado su momento no obstaculizara el aterrizaje a la carrera presidencial de Michelle Obama. El plan era perfecto, sino fuera porque se cruzó por el camino el Covid, las tensiones con China a costa de Taiwán y la guerra de Ucrania que obligó a abandonar los cálculos políticos. En ese contexto de emergencia Joe Biden consiguió saber liderar el país y ambicionar un segundo mandato.

El tiempo corría a favor de Joe Biden para la reelección y un mal debate se presentó como la última oportunidad de forzar su renuncia a la misma. Los medios afines - que luego resultaron no ser tan afines - magnificaron su declive político aludiendo a posibles problemas de salud. Los errores discursivos que en otra situación hubieran provocado algún que otro meme - recordemos aquí las risas que nos hemos echado con los patinajes de M. Rajoy - se convirtieron en un problema de Estado.

La operación estaba en marcha, pero demasiado tarde como para abrir el debate sobre la candidatura sin implosionar el partido. No quedaba otra que cerrar filas en torno a Kamala Harris. Álea iacta est!

Todos los medios de comunicación progresistas se encargaron de vendernos el fake de que en las encuestas la candidata demócrata remontaba día a día frente a una supuesta - hipotética - derrota de Biden.

Lo segundo, como diría el pato Lucas, “el mundo jamás lo sabrá”, pero lo que si sabemos - y en lo que si hay unanimidad - es que la campaña de Kamala Harris fue correcta y la de Donald Trump un sinsentido. Ergo pues, su victoria no se forjó en la campaña, sino que ya era muy sólida con anterioridad, y los politólogos y publicistas - cuesta ya diferenciarlos - tuvieron engañada a la opinión pública sobre las muchas posibilidades de que llegara la hora para la primera mujer presidenta de los Estados Unidos de América.

En todo este ‘golpe de estado’ dentro del partido demócrata hay una concurrencia secuencial que confirmaría la máxima de que la historia se repite dos veces: una como tragedia y otra como comedia.

Lyndon Johnson y Joe Biden fueron sin duda dos de los grandes presidentes de los Estados Unidos de América. Los dos ganaron con los mejores resultados conseguidos por un candidato - el primero en voto porcentual, el segundo en número de votos -. A los dos no se les permitió acceder a la reelección por parte de su partido. Los dos se apartaron con la dignidad que le falto a los conspiradores.

Esta vez no hubo victoria demócrata en el voto popular como en el 2016. La victoria de Donald Trump es amplia - casi cinco millones de votos de diferencia - y transversal - en prácticamente todos los estados y estratos sociales -. Tampoco hubo denuncias de manipulación del voto. Y desapareció el runrún de la intervención exterior.

¿Y los analistas y politólogos? como siempre o peor, si cabe. Con la misma alegría que pronosticaban sorpresas a favor de Kamala Harris al día siguiente, sin solución de continuidad, explicaban los motivos de la certera victoria de Trump.

Al tiempo nuestros analistas patrios, que demuestran un desconocimiento más grande de la realidad norteamericana que mi hijo adolescente, ya trasladaron a sus letanías sobre las presidenciales norteamericanas las memeces que se empeñan en repetir aquí hace tiempo.

(1) “Si a gente vota y la participación sube gana la izquierda”. Pues nada, ¡otro record de participación y otra ostia en la frente!

(2) “Los latinos van a ser un factor determinante contra un candidato racista”. La victoria de Donald Trump entre latinos y otras minorías demuestran que el discurso anti migratorio tiene un gran calado, - incluso superior al que se da entre el blanco anglosajón -, entre los americanos inmigrantes de segunda y tercera generación.

(3) “Las mujeres van a ser el bastión frente al trumpismo”. ¡Pues tampoco! El derecho al aborto y el auge del feminismo de cuarta - ¡¿quinta?! - generación iban a ser factores decisivos. El resultado entre las mujeres, que una buena parte a abandonado las filas demócratas con respecto a hace cuatro años, demuestran que el nuevo feminismo, - a diferencia de los anteriores - divide a la población y pone en peligro conquistas que parecían irreversibles. Con respecto al aborto, en ningún momento existió, y no fue percibido por los electores, un debate sobre el derecho al aborto, pues en realidad nunca lo hubo y si un debate competencial entre la Unión y los Estados, presente en múltiples temas desde el origen mismo del modelo federal de los Estados Unidos.

(4) Las memeces postelectorales ya son simplemente delirios como ligar un triunfo tan aplastante y transversal como el del candidato republicano a un litigio con el reparto de leche en la comunidad Amish de Pennsylvania solo demuestra el grado de infantilismo intelectual, que algunos editorialistas y analistas piensan, en los que habitan nuestras sociedades.

El triunfo de Donald Trump es una mala noticia para los americanos, un problema para los intereses europeos y una desgracia para Ucrania (y por ende para el mundo).

Representa lo peor de la política: la degradación institucional, la inmoralidad intelectual, el antiliberalismo - y por extensión la antidemocracia - y el populismo irracional.

Pero, las hipérboles léxicas y las hiperventilaciones emocionales, lejos de ayudar a reagrupar a la ciudadanía alrededor de los valores democráticos, le fortalece.

Comparar a Donald Trump con Adolf Hitler es de una ridiculez intelectual enorme. Comparar la democracia americana, con sus luces y sombras, con la República de Weimar es de una ignorancia histórica absoluta. En estos días hemos tenido que leer cosas como que si la República de Weimar era una sociedad democrática avanzada - tan avanzada que en sus calles se mataba a la oposición – y sucumbió al totalitarismo lo mismo podría pasar en Estados Unidos de América.

¡No! Hitler nunca ganó unas elecciones por mayoría y solo asumió el gobierno por la descomposición y la irresponsabilidad de las elites políticas alemanas.

El programa de Donald Trump es un delirio, en algunas cuestiones, y un retroceso político y social, en otras; que necesitará años de recuperación institucional y democrática; pero entre sus objetivos no está la instauración de un régimen de ‘democracia’ orgánica, ni la militarización de la sociedad, ni la persecución de la oposición, ni la eliminación física de ninguna raza.

Y aunque así lo decidiera, en un acto de locura transitoria, los mecanismos del sistema constitucional norteamericano son de una minuciosidad democrática institucional que necesitaría de una concurrencia de tantos factores que se antojan inimaginables.

La comparativa de Trump con Hitler es tan absurda que si así fuera los congresistas y senadores demócratas deberían abandonar las instituciones para pasar a la resistencia clandestina y el partido demócrata debería celebrar un congreso extraordinario para reorientar su estrategia para un periodo de lucha contra la dictadura. ¡Delirante, verdad!

La victoria de Trump responde a una crisis de encaje de los viejos trabajadores - americanos de varias generaciones - y los nuevos trabajadores - migrantes - a una realidad conflictiva por los problemas derivados del tránsito a un nuevo modelo productivo, comercial y relacional.

Problemas que se replican en Europa y que solo se pueden abordar desde una renovación de la socialdemocracia (en el viejo continente) y del new deal liberal (en el nuevo).

Existe una ruptura en el interior de unos Estados golpeados desde fuerzas monopolistas transnacionales que requiere de un nuevo contrato social y de la capacidad de la izquierda depende que esta bascule sobre seguridad y orden o sobre la actualización de derechos y libertades.

Un programa, que por cierto tenia avanzado el denostado viejo Joe Biden y su equipo, pensado desde la mayoría de la nación y desde la cooperación global frente los enemigos interiores e externos de la democracia; cuyas líneas generales fueron presentadas en el CUNY Graduate Center de New York en enero de 2023. (Hice referencia al mismo en otro artículo de hace más de un año publicado en InfoLibre)

Despreciando los problemas reales de la gente, desde un comunitarismo delirante, con la agenda woke y "antifascista" como guía, el destino será la incapacidad para construir mayorías, la marginalidad del discurso social y la irrelevancia política.

No se trata de volver al discurso clásico de la lucha de clases ni de desdeñar todo apunte programático de novedoso.

El problema es que el ‘viejo’ programa de lucha de clases era igual de corporativo y grupalista que el ‘nuevo’ programa woke, pero orientado a menor ‘clientela’. Únicamente cuando la izquierda construyó desde el liberalismo político y los derechos de las personas como actores libres e iguales ante la ley y la acción política fue capaz de generar proyectos para mayorías.

La izquierda debe abandonar todo tentación de radicalización estéril y reagrupamiento identitario para abrirse a una sociedad que necesita de alternativas creíbles y tangibles. Así que lo mejor es reconocer la derrota, sacar las conclusiones pertinentes y saber separar de las nuevas propuestas el grano de la paja.

Por su parte a Europa solo le queda elaborar el DAFO correcto y convertir esta amenaza en una oportunidad, saliendo del ensimismamiento en la que está instalada. Y en las diferentes fronteras orientales confiar en los que están luchando por sus y por nuestras libertades. Y de ser creyentes rezar por Ucrania.

No hay demasiados motivos a los que aferrarse para la esperanza, pero siempre es un bálsamo recordar una de las sentencias del Segundo Libro de Reyes: “Dios escribe derecho con renglones torcidos”.