El republicanismo en el modelo nacional-federal norteamericano

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lincoln

 

Xoán Hermida

Fue tan extensa y rica la producción intelectual francesa ilustrada y, posteriormente, tan perfecta en términos de génesis, desarrollo y alcance la Revolución Francesa (1789), que el proceso revolucionario iniciado 14 años antes en las 13 colonias norteamericanas del reino de la Gran Bretaña (1775), se estudia como un acto de menor relevancia (reduciéndolo a un proceso de independencia) o de menor transcendencia en su impacto mundial que el proceso de caída del antiguo régimen francés (cuando no solo no es así sino que tuvo un impacto clave en los revolucionarios franceses).

En 1962 se celebró en la Casa Blanca una reunión de John F. Kennedy con casi medio centenar de premios Nobel que se recuerda por el comentario del presidente: “creo que esta es la colección más extraordinaria de talento y saber humano que jamás se haya reunido en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo”.

 

Y es cierto. Jefferson, tercer presidente de los EUA, redactor de la declaración de Independencia y arquitecto de la revolución norteamericana, era eso que se llama un hombre del renacimiento. Filósofo, político, abogado, arquitecto, arqueólogo, paleontólogo, músico, inventor y empresario. Pero no era el único. John Adams, Francis Hopkinson, Josiah Bartlett, Alexander Hamilton, John Jay, James Madison o Benjamin Franklin, entre otros fundadores de los EUA, eran también brillantes en diferentes terrenos de la ciencia, las letras o el derecho. Y con todos ellos, al frente, Georges Washington. ¡Nada menos!

Todos eran conocedores de la literatura ilustrada francesa y del empirismo inglés y, sobre todo, Jefferson que además vivió en el Paris pre-revolucionario y siempre fue un gran conocedor de la situación francesa.

La revolución norteamericana tuvo una influencia decisiva en los revolucionarios franceses y el ideal del republicanismo cívico, de la libertad del individuo y la igualdad ante la ley, la separación de la iglesia y el Estado, o el carácter universalista de los ideales liberales, son algunas de las marcas fundacionales de los Estados Unidos que tuvieron traslado a Francia.

El modelo norteamericano se asienta en el liberalismo anglosajón. Los minuciosos mecanismos del funcionamiento de la democracia y el respecto por su impecable técnica legislativa que aún hoy en día son una garantía de derechos y libertades, no serían entendidos sin el modelo británico.

Pero el modelo norteamericano va más allá. Los revolucionarios norteamericanos, y muy especialmente la magia de Jefferson a la hora de redactar la Declaración de Independencia, imprimen a su proceso emancipatorio la épica de un mundo nuevo a crear y la idea de una especie de misioneros que en sus sueños universalistas albergaran un “imperio de la libertad” contra el orden imperial del antiguo régimen.

El principio republicano de los hombres libres en pie de igualdad chocaría pronto con las posturas de fragmentación territorial de los derechos, de los intereses de privilegios de los Estados, de un modelo federalista de carácter confederal. El primer choque fue a raíz de quien asumiría los gastos de la guerra (solidaridad versus privilegios). El segundo tuvo que ver con el modelo de producción (capitalismo industrial versus productivismo agrario de base esclavista). Y tras eses dos, lo maravilloso del ser humano y su historia, es que en algunos momentos aparece un grupo de visionarios y un liderazgo que es capaz de ver más allá de la contienda de las miserias y soñar la grandeza de un mundo nuevo.

Y ahí aparece Abraham Lincoln como constructor del armazón jurídico institucional del modelo norteamericano junto y como continuador de Thomas Jefferson, su arquitecto intelectual, y a James Madison, cuarto presidente de los EUA y redactor de la constitución aún hoy en vigor.

Karl Marx, que admiraba sobre todo a dos personas, Charles Darwin y Abraham Lincoln, escribió sobre este último:

“La figura de Lincoln es una figura sui generis en los anales de la historia. Ninguna iniciativa, ningún ímpetu idealista, ningún conturno ni ropaje histórico. Lincoln da siempre a sus actos más importantes la forma más insignificante. Otros proclaman que ‘luchan por una idea’ cuando se trata de una pulgada de tierra; Lincoln, cuando se trata de una idea, la proclama como una ‘pulgada de tierra’. Los más formidables e históricos decretos lanzados al rostro del adversario parecen, e intentan parecer, los cargos de rutina que el abogado envía al abogado de la parte rival, argucias legales, rígidas y enrevesadas actiones juris. Así está compuesta su última Proclama, el manifiesto de abolición de la esclavitud, que es el documento más importante de toda la historia americana desde la fundación de la Unión”

El modelo nacional y federal, de base cívica republicana, de los Estados Unidos de América se ha construido a sangre y fuego en el sentido estricto de la palabra. La guerra civil que culmino con varias décadas de tensiones se cobró más de 600.000 víctimas que la convirtió en una de las guerras modernas más sangrientas en el marco de un solo país. Es por ello que en términos de derecho constitucional es de una fortaleza institucional, una robustez legislativa y una técnica procesal como muy pocos Estados.

Dos son los principios sobre los que se va a asentar la doctrina constitucional norteamericana: la autoridad de la opinión pública (como rector democrático) y el principio de la igualdad de los hombres (como rector republicano).

En el discurso La idea central de la república pronunciado en Illinois el 10 de diciembre de 1856 Abraham Lincoln expone, hasta el punto de su mistificación, estos dos mandamientos de la nueva república americana: el principio de la autoridad de la opinión pública y el principio de la igualdad de los hombres. Ambos complementarios y no excluyentes.

“Nuestro gobierno descansa en la opinión pública. Quien quiera que pueda hacer variar la opinión pública puede lograr que el gobierno cambie casi en el mismo grado. La opinión pública sobre cualquier asunto consiste siempre en una ‘idea central’, de la cual irradian todas las demás ideas secundarias. Esa ‘idea central’ de la opinión pública de nuestro pueblo fue al principio, y hasta hace poco, ‘la igualdad de los hombres’ (…) Las últimas elecciones presidenciales constituyeron la lucha de un partido por descartar esa idea central y sustituirla por la idea contraria de que la esclavitud es justa en lo abstracto, [y nos dicen que el pueblo] ‘ha afirmado la igualdad constitucional de todos y cada uno de los Estados de la Unión, como Estados’. (…)

[Muy al contrario] el corazón humano está de nuestra parte; Dios está con nosotros. Podremos, no llegar a declarar una vez más que ‘todos los Estados, como Estados, son iguales’, ni siquiera que ‘todos los ciudadanos, como ciudadanos, son iguales’, sino a reafirmar la declaración más amplia y superior, que incluye a las otras dos y mucho más: que ‘todos los hombres son creados iguales’”

Dos años después (1858) en la conferencia del partido republicano en Illinois, Lincoln lleva más allá su idea de igualdad ciudadana en su discurso de la casa dividida:

“Una casa dividida contra sí misma no se mantiene en pie.

Creo que este gobierno no puede perdurar medio esclavo y medio libre. No espero que la Unión se disuelva – no espero que la casa se caiga -, sino que espero que deje de estar dividida. Será del todo una cosa o del todo la contraria.

O los adversarios de la esclavitud impiden que siga extendiéndose y la dejan allí donde la opinión pública pueda descansar en la creencia de que se encuentra en curso de extinción final, o sus partidarios la fomentaran hasta que llegue a ser legal en todos los Estados, los antiguos y los nuevos, en el Norte tanto como en el Sur.”

Y llego la guerra. El federalismo nacional, con un amplio apoyo en los Estados del Norte, se confrontó a un confederalismo de corte plurinacional, con un amplio apoyo de los blancos en los Estados del Sur.

Lincoln supo ver que la construcción nacional de los EUA no se basaba en una idea identitaria, lingüística (aún hoy el inglés no es idioma oficial) o de modelo de producción; sino en la extensión universal de los derechos humanos, la igualdad jurídica de las personas (sus derechos y obligaciones) y en la indivisible concepción de la casa común para los que viven y pueden llegar a vivir en la nueva nación desde otras partes del mundo. Este carácter de nación de acogida es lógico, no solo porque Norteamérica es una nación de ciudadanos provenientes de diferentes migraciones, sino porque se constituye como proyecto liberal emancipador con voluntad de participar en la transformación mundial del viejo orden.

Las dos cosas que se salvaguardan para la Unión es su carácter nacional (en el sentido ciudadano, Sieyes) y el papel de la Unión en el mundo (su carácter redentor), una experiencia tan novedosa que sus fundadores la entendían como universalizable.

El asesinato de Lincoln (14 de abril de 1865), a pocos días de finalizada la guerra, hizo que el presidente substituto (Andrew Johnson, 1865-1869) y, fundamentalmente, el nuevo presidente electo (Ulysses S. Grant, 1869-1877) tuvieran mucho interés en rebajar las tensiones de una nación fracturada por el conflicto.

Ulisses S. Grant fuera el comandante general del ejército de los EUA y el gran héroe que venciera al Sur. Necesitaba ganarse la confianza de los Estados derrotados para la Unión. Aparte de los muertos y heridos, la guerra dejara un Sur desolado, con sus medios de producción y haciendas destruidas. La sensación de derrota y las ansias de revancha podrían avivar en una inmensa población desocupada.

Las políticas seguidas por la presidencia de Grant tuvieron dos direcciones:

La primera consistió hacer concesiones a los Estados sureños en cuanto a su capacidad de autogobierno en áreas de política interior, que devolviera su confianza. Esto aplazó la solución del problema racial y de segregación que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX (es en el mandato de Lyndon Jonhson cuando se eliminan todas las políticas de segregación y discriminación de participación política de los negros).

La segunda tenía como finalidad ofrecer una salida a la población de Sur, sin expectativas laborales a raíz de la destrucción de su modelo productivo. El lejano oeste ofreció esta posibilidad con expropiaciones públicas de tierras pertenecientes hasta ese momento a población indígena para el desarrollo del ferrocarril o de extracciones de materias mineras. Igualmente, con concesiones de lotes de tierra para aquellos pioneros que persiguieran una nueva vida como colonos de tierras vírgenes.

Es en esos años cuando se asienta una tensión estatal-federal que perdura con frágiles equilibrios hasta día de hoy.

A pesar de la lógica nacional unionista, los Estados tienen cubierta su preminencia constitucional en aspectos fundamentales como en el tema de derechos civiles, derechos reproductivos o en temas que tienen que ver con el derecho a la vida (son los Estados los que en base a su legislación mantienen o no la pena de muerte).

Pero esta descentralización no afecta a lo que desde el modelo norteamericano entienden como elementos existenciales: La política exterior y de defensa, y el carácter nacional de autodefensa frente a una emergencia.

Resulta ilustrativo que cuando aparece un desastre natural o una crisis nacional, que pone en peligro la vida o las propiedades de una parte de la población, la declaración de emergencia nacional, incluida la participación del ejército en la resolución del problema, no entra en el debate sobre las competencias, simplemente se activa. La Unión no se conforma entonces como una suma de Estados sino como una Nación dispuesta a abordar un problema con una dirección única (algo que nuestro modelo autonómico debería observar).

Significativo en este modelo federal es que los Estados se reservaron para si el derecho a disputar la presidencia de la Unión como un ente único. Así, si exceptuamos los casos de Maine y Nebraska, el cuerpo electoral que elige al presidente de la Unión lo conforman los Estados. Quien gana las elecciones, gana todo el cuerpo electoral, pudiéndose dar la paradoja que quien gane más votos populares en el conjunto de la Unión no necesariamente adquiera la condición de Presidente de esta.

Esto tiende a crear situaciones de tensión como la vivida durante las elecciones del 2020 entre Joe Biden y Donald Trump y que amenazo incluso con provocar una confrontación civil sin precedentes desde la Guerra Civil.

Pero el ciclo de confrontación 2020-2024 tuvo un precedente en la disputa presidencial entre George W. Bush y Albert A. Gore ‘Al Gore’ (2000) que ya advirtió sobre las tensiones que este modelo, y la organización electoral, podía crear para el armazón institucional americano.

De aquella, el candidato demócrata concedió la victoria a su oponente cuando el Tribunal Supremo dictaminó que se detuviese el recuento manual de votos en Florida, en base a una fuerte tradición cultural democrática y republicana, a día de hoy degradada, pero en vigor.

Los delegados presidenciales de Florida eran claves para inclinar la presidencia del lado demócrata o del lado republicano. La derrota del candidato demócrata Al Gore, oficialmente, se produjo por una diferencia a favor del Partido Republicano de solo 327 votos de los seis millones escrutados en el Estado, en un recuento lleno de irregularidades y problemas técnicos con el voto electrónico.

Los sucesivos recuentos concluyeron de forma abrupta la noche del 12 de diciembre, un mes después de las elecciones, cuando el Tribunal Supremo ordenó detener el recuento manual en una decisión tomada entre sus integrantes por cinco votos a cuatro.

Ante esta disyuntiva, al límite de los plazos del Colegio Electoral para determinar el ganador de los comicios y una clara polarización del país, Al Gore decidió telefonear a Bush para concederle la presidencia (que un mes antes reconociera y después cuestionara).

Las grandes democracias se rigen por normas y textos escritos, pero también sobre leyes no escritas, normas adquiridas en la tradición democrática.

Según una de estas leyes no escrita, la llamada de concesión de la presidencia es sagrada. La noche electoral, por vez primera, no lo fue. Pero la noche del 12 de diciembre Al Gore señaló que ya no habría más llamadas. El candidato demócrata se puso al servicio del nuevo presidente, le prometió lealtad y trató de restaurar la legitimidad del sistema electoral de su país.

Al Gore, aquella noche del 12 de diciembre se ganó, sin duda, el derecho a ocupar un lugar en la historia por tener leído uno de los discursos políticos a la nación más importantes y brillantes de la historia de la democracia norteamericana.

Aquí algunos de sus pasajes:

“Hace casi un siglo y medio, el senador Stephen Douglas dijo a Abraham Lincoln, quien acababa de derrotarlo por la presidencia: ‘El sentimiento partidista debe ceder ante el patriotismo. Estoy con usted, señor presidente, y que Dios lo bendiga’. Con ese mismo espíritu digo al presidente electo Bush que lo que queda de rencor partidista ahora debe dejarse de lado y que Dios bendiga su administración de este país.

Ni él ni yo anticipamos este largo y difícil camino. Ciertamente ninguno de nosotros quería que sucediera. Sin embargo, llegó, y ahora ha terminado, resuelto, como debe resolverse, a través de las honradas instituciones de nuestra democracia. (…)

Sobre la biblioteca de una de nuestras grandes facultades de derecho está inscrito el lema: ‘No bajo el hombre, sino bajo Dios y la ley’. Ese es el principio rector de la libertad estadounidense, la fuente de nuestras libertades democráticas. He tratado de convertirlo en mi guía a lo largo de este concurso, ya que ha guiado las deliberaciones de Estados Unidos sobre todos los temas complejos de las últimas cinco semanas.

Ahora, el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha hablado. Que no quede ninguna duda, aunque estoy totalmente en desacuerdo con la decisión del tribunal, la acepto. Acepto la firmeza de este resultado que será ratificado el próximo lunes en el Colegio Electoral. Y esta noche, por el bien de nuestra unidad como pueblo y la fortaleza de nuestra democracia, ofrezco mi concesión.

También acepto mi responsabilidad, que cumpliré incondicionalmente, de honrar al nuevo presidente electo y hacer todo lo posible para ayudarlo a unir a los estadounidenses en el cumplimiento de la gran visión que define nuestra Declaración de Independencia y que nuestra Constitución afirma y defiende. (…)

Éstas han sido unas elecciones extraordinarias. Pero en uno de los caminos imprevistos por Dios, este obstáculo superado tardíamente puede señalarnos a todos, un nuevo terreno común, porque su misma cercanía puede servir para recordarnos que somos un solo pueblo con una historia compartida y un destino compartido.

De hecho, esa historia nos brinda muchos ejemplos de contiendas tan acaloradamente debatidas, tan ferozmente peleadas, con sus propios desafíos a la voluntad popular. Otras disputas se prolongaron durante semanas antes de llegar a una resolución. Y cada vez, tanto el vencedor como el vencido han aceptado el resultado pacíficamente y con espíritu de reconciliación. Que así sea con nosotros.

La fortaleza de la democracia estadounidense se muestra más claramente a través de las dificultades que puede superar (…)

El presidente electo Bush hereda una nación cuyos ciudadanos estarán dispuestos a ayudarlo en el desempeño de sus grandes responsabilidades. Yo, personalmente, estaré a su disposición, y hago un llamamiento a todos los estadounidenses, particularmente insto a todos los que estuvieron con nosotros, a unirse detrás de nuestro próximo presidente.

Aunque mantengamos creencias opuestas hay un deber más alto que el que debemos al partido.

Así es América. Igual que luchamos duro cuando hay mucho en juego, cerramos filas y nos unimos cuando termina la competencia. Y aunque habrá tiempo suficiente para debatir nuestras continuas diferencias, ahora es el momento de reconocer que lo que nos une es más grande que lo que nos divide. Aunque mantengamos creencias opuestas hay un deber más alto que el que debemos al partido. Esto es Estados Unidos y anteponemos el país a la confrontación; estaremos juntos tras nuestro nuevo presidente. (…)

Ahora la lucha política ha terminado y volvemos nuevamente a la lucha interminable por el bien común de todos los estadounidenses y de aquellas multitudes de todo el mundo que buscan en nosotros el liderazgo en la causa de la libertad.

En las palabras de nuestro gran himno, ‘América, América: coronemos tu bien con la hermandad, de mar a mar resplandeciente’.”

La corta pero intensa república federal norteamericana, con sus luces y sombras, ha atesorado el capital político suficiente para ser una de las democracias más potentes del planeta y una de las más influyentes en el mundo.

Sus fundadores, y continuadores, fueron capaces de transformar un proyecto de nueva democracia en los 13 estados emancipados a una de las naciones más poderosas política, económica y culturalmente del planeta.

Y lo hicieron conscientes de que sus partes son Estados federados de la Nación (el único federalismo funcional) y que, la otra opción, un federalismo de nación de naciones a medio plazo se convertiría en un confederalismo donde sus habitantes tendrían diferentes derechos, diferentes obligaciones y diferentes servicios en función del lugar de donde nacieran.

Sería el caldo de cultivo para el conflicto (non funcional) y a la larga acabaría en la segregación pacifica (bilateral) o violenta (unilateral) de las partes.

En un país de tercer orden. En una casa dividida.